Pasan las horas, pasan los minutos… pasan los segundos. La ciudad que en un principio era tímidamente gris fue perdiendo su batalla diaria con las sombras y se dejó vencer
"… el crepúsculo nocturno, pone rienda a su altivez."
Las tazas de café fueron corriendo con el mismo ritmo de la lectura de los versos…
"Se puso el sol; parecía
que el vasto horizonte ardía:
la silenciosa llanura
fue quedando más obscura,
más pardo el cielo, y en él,
con luz trémula brillaba
una que otra estrella, y luego
a los ojos se ocultaba,
como vacilante fuego
en soberbio chapitel.
El crepúsculo, entretanto,
con su claroscuro manto,
veló la tierra; una faja,
negra como una mortaja,
el occidente cubrió;
mientras la noche bajando
lenta venía, la calma
que contempla suspirando,
inquieta a veces el alma,
con el silencio reinó."
El extenso poema dividido en nueve partes y un epílogo no hace más que plasmar una realidad de aquellos tiempos en aquellos tiempos. ¿Por qué digo esto? Simplemente porque Echeverría era un romántico en pleno Romanticismo, porque él veía su mundo a través de la mirada de su época, porque respiraba, vivía y sentía con la misma pasión con que escribía. Pasión, desenfreno, frenesí… enajenación. Todo se siente en extremo, todo se vive en extremo. Incluso lo que nos rodea forma parte de los sentimientos.
"Noche es el vasto horizonte,
noche el aire, cielo y tierra.
Parece haber apiñado
el genio de las tinieblas,
para algún misterio inmundo…"
Miro a través de la ventana del café sólo por unos segundo. Pienso. Siento. Las luces de los autos se me hacen llamas de fuego… la lectura me envuelve y me lleva por rincones desconocidos. Ahora yo soy la cautiva, ahora soy yo la que está dentro de una turba desenfrenada y cruel que me arrastra… La ciudad es esa turba: luces, sombras, ruidos y noche se enredan en una vorágine que pareciera no tener fin. Me siento extraña. Me siento ajena… Me siento prisionera como alguna lo ve lo fue María. Ella también estaba en plena barbarie.
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